Berlín cae. Y mientras el ejército rojo recorre la ciudad, alguien está dibujando esquemas en algún punto de la ciudad. En el futuro, 74 años después, alguien menciona en la red que este desenlance es la infección del árbol narrativo fundacional de Occidente. Una semilla corrupta que extiende su rizoma por la geografía, el tiempo y generaciones completas. Tal es el poder del lenguaje.
Alguien se apresura en mencionar a los dioses. Pero estos guardan silencio mientras el fuego consume el Reichstag. Yo estuve ahí. Fuí el soldado sin nombre que clavó la bandera de la Unión en su corniza y el hombre que tomó la fotografía. Soy la mujer que coordinó el montaje y el ciudadano que cantó a Stalin cuando, como un ángel, aterrizó en al aeropuerto para saludar y abrazar a sus hijos cansados. Una mujer me pregunta si puede besarme.